"Poco a poco" dicen por ahí. Mi primera entrada. Bautizo mi primer blog con este escrito, descubriendo un estilo nuevo, porque normalmente soy parte de aquel grupo de pendejas que hablan de desamor y soledad.
Aquí se los dejo...
"Del sexo y otras degeneraciones"
1
La llevé a mi trabajo, donde sabía que
podríamos estar solos sin nadie molestando. Era un pobre carajito que ganaba
sueldo mínimo y costear una habitación de hotel se salía de mi presupuesto. No
llevé champagne, ni fresas, solo la llevé a ella inerte, sin voz ni voto.
Sus manos gélidas tocaban mi sexo, en búsqueda de un tesoro sin
brillo, sin ánimos de lucro. Me miraba fijamente, y sólo se movía cuando yo lo
hacía. Su piel, dios mío su piel. Entré en razón mientras la penetraba y me
repetía “Ahora si eres mía, solo mía”. Le pedí que dijera que era mi perra,
pero ella nunca dijo nada. Se le notaba en la mirada que lo estaba disfrutando
tanto como el primer regalo que abres en navidad. Cabalgaba su memoria, mi cara
quedaría reflejada en sus ojos cristalinos hasta el final.
Al principio fui un poco torpe, dada
la incomodidad de la cama que era sólo para una persona. No había cobijas ni
almohadas, era una habitación fría, llena de observadores del otro mundo. Lo
único que había era deseo mórbido, lo podías oler en toda la habitación.
Quería un orgasmo, quería 8 orgasmos,
y así pasó toda la tarde. Su coño posiblemente sea el más perfecto que he
probado jamás. Le dejé toda mi saliva adentro. Sé que en algún momento de
nuestro encuentro me dijo con un gesto facial que por favor no le acabara
adentro pero no aguanté. Exploté de pasión dentro de su vagina y un hilo de
semen chorreó conjugado con la gravedad.
La puse a mamar mi miembro, cual
actriz porno lo hizo sin disgusto ni queja alguna. No habló. Me encontré a mí
mismo con el mejor “culo de Caracas” entre las piernas, succionando mis
inseguridades que cargaba desde que tenía memoria. Hasta que me corrí, me corrí
con ella ahí abajo. Todo el manto blanco cubrió su mirada perdida, sus manos
cayeron cansadas al vacío entre la cama y el suelo. Y yo perturbado por lo que
acababa de pasar, no aguanté más.
Dormí en su pecho sin latidos, hasta
que Don Carlos tocó la puerta.
2
Era el verano del 2006 y comencé a
trabajar en lo que pronto se convertiría en mi pasión. Recién me gradué del
Cristo Rey con un título de bueno para nada. Mis amigos, los más inútiles del
colegio, se reunían todas las tardes a jugar ajedrez en el San Ignacio, mientras
yo intentaba dilucidar qué haría con mi vida a partir de entonces.
Hay algo característico de todo típico
colegio de Caracas, la capital de la esperanza, te imponen una falsa creencia
de que cuando te gradúas de repente tu vida cambia en ciento ochenta grados y
serás el más popular de la Universidad, tendrás las mejores notas, el mejor
carro, la mejor mujer.
Siempre me sentí atraído por Carlota,
ella era la mejor descripción de mujer: pechos firmes, un culo divino, piel
sedosa, a veces pensaba que en su cabello podrían proyectarse infinidad de
películas mientras caminaba. Y yo, su
antagonía, me pajeaba todas las tardes
pensando en ella, cargado de desesperación adolescente, de ilusión impuesta por
todas las porno que mis amigos me prestaban.
“Marico, ¿estás loco?, nunca te va a
parar bola” me dijo Ale una tarde que fue a mi casa y el muy sinvergüenza revisando
mi cajón de sueños dejó caer una foto de ella. Ale siempre fue curioso, y se
afincaba más cuando se trataba de cosas personales porque siempre fui callado,
no disfrutaba hablar de mí, creo que aún no me conozco lo suficiente como para
echar cuentos de mi vida. “Déjame en paz”, respondí.
Carlota, en cambio, nunca me paró
bolas, como decía Ale. A veces la veía en clases particulares con la señora Luisa
del 6-B. Creo que era su abuela, o tía, nunca supe. Hasta aquel día donde al
fin el universo compuso a mi favor la canción más hermosa del mundo: un simple
“Chao Beto”.
Eso cambió mi día por completo. Se
sabe mi nombre, y mejor aún, se sabe el diminutivo de mi nombre.
Don Carlos era mi jefe, un tipo muy
común para mi gusto, si necesitaba que hiciera algo me lo daba en una lista con
instrucciones casi matemáticas porque “Jamás podemos equivocarnos en esta
profesión”, repetía todos los días.
Por las mañanas me dedicaba a sacar la
basura del día anterior, cerraba la puerta principal y comenzaba a laborar.
Disfrutaba mi trabajo porque sabía que nadie era capaz de hacerlo. Nadie, estoy
seguro que nadie disfrutaba tanto como yo vestir un cadáver, maquillarlo, y
colocarlo en un ataúd.
3
Cuando salió la noticia mi mamá
gritaba de desesperación, insultando el cielo y a Dios. A partir de entonces
nada sería lo mismo, mis amigos dejarían de sentarse en el San Ignacio a jugar
ajedrez como los perfectos perdedores que éramos.
Creo que una reportera llamaba
insistentemente con el amarillismo entre las cejas, intentando conseguir alguna
primera plana en El Nacional. Accedí a atenderle, lo único que respondí fue:
“Esto es amor, si no lo entiendes es porque no lo has sentido”.
Entró la PTJ tumbando la puerta de mi
casa, mi mamá se desmayó sobre el mueble. Me esposaron y me llevaron en una
camioneta a la Vallés, a mi trabajo, a dar una declaración. Ahí estaba Don
Carlos. Por primera vez su mirada cambió y me decía algo diferente: “Te
contraté. Te pagué. Eras como un hijo”.
Esa última frase me produjo asco,
jamás fui “como un hijo” de él. Lo que pasa es que tenía a todos los medios
habidos y por haber con sed tener la bendita primera plana.
Carlota ese día decidió salir conmigo
de clases particulares. Llevaba una mini falda de jean, y una camisita de
tiritas que hacía que las tetas se le vieran despampanantes. Podría jurar que
no llevaba sostén ni pantaletas porque no se le marcaba nada.
Comenzamos a caminar por Santa Mónica
como a eso de las ocho de la noche, la Luna lo vio todo. “Tengo frío Beto”. La
abracé asfixiándola. Y su mirada quedó congelada por siempre.
Me encontré con una imagen divina: al fin sería mía.