“La desconfianza”
Dios, si lees esto,
perdón.
Me bautizaron en la Iglesia Católica a los 4 pobres años de
edad. ¿Qué iba a estar sabiendo yo?. La única pregunta que me hicieron fue: “¿
Te gusta este vestido?”. Y yo, muy obediente dije que si, por lo que en las
fotos aparezco con un horrendo vestido de gala blanco con una cinta céntrica
color azul oscuro. Más femenina imposible.
Esa fue la firma al contrato que pronto estoy a punto de
incumplir. Me dieron charlas inútiles sobre cómo la Iglesia iba a cambiar mi
forma de vida, que pronto tendría el cielo ganado sólo con rezar aves marías
todas las noches, dándoles ofrendas los domingos en misa porque según ellos
“Dios también come”, y nosotros como buenos borregos lo hacíamos.
Me encantaba la idea de formar parte de una comunidad donde
todos pensáramos igual. Mejor dicho, donde nadie cuestionara la forma de pensar
igual. Por lo que me quedé tranquila, inocente ante una inmensidad como lo es
Dios.
15 años pasaron y mi aburrimiento mental llegó a tal punto
de sólo estudiar religión. Iba a la Iglesia todos los días, y me conformaba con
recibir el pan del cura. Rumbear, fumar, beber, coger, eran cosas extrañísimas
para mí, la santurrona de Los Dos Caminos.
Coloqué toda mi lógica en ese ser universal que siempre
estaba ahí para mí. Excepto un día.
Ese día salí a caminar sola por la avenida en búsqueda de
fondos de algún vecino que se apiadara, para cubrir los gastos de la fiesta de pascuas
que haríamos el fin de semana.
Me abrió la puerta muy amablemente, y me dejó pasar. Me
ofreció un té verde, y me comentó que él iba a mi iglesia todos los domingos y
que era un fiel creyente. Instantáneamente me sentí en confianza.
Se acercó a mi silla, me miró fijamente mientras me retiraba
la taza de té que aún tenía en las manos. La dejó en la cocina, y regresó.
Se abalanzó sobre mi pobre y frágil cuerpo. Mientras me
follaba, lo único que pensaba era en que Dios me iba a salvar en cualquier
momento. Porque en la Iglesia nos decían que teníamos que rezar cuando nos
ocurriese algo malo, cuando tuviésemos malos pensamientos, o si sabíamos de
algún alma perdida.
Pero aquí estoy, sentada en una clínica de Altamira. Con
ciertas zonas de mi cuerpo moradas, sangrando tristeza, desgarrando soledad.
Te di mi confianza ciegamente, y tú me abandonaste. ¿Dónde
estás Dios?.
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