lunes, 15 de diciembre de 2014

9:03 a.m.

Despreocupada.
Desaliñada.
Tarde.
Nadie voltea a ver qué hace el otro. Quizás es ese sentimiento de seguridad que me da mi asiento percudido,  en este tren amarillento. 
Mirar fijamente un punto para no llamar la atención, mientras menos te muevas mejor.
Hoy me tocó verlo vestido de rojo, en este mar sangriento llamado "Revolución". Pareciera que le colocaron un mantel barato para atender una visita de última hora, pasajera, inútil, (hipócrita). Como esa vecina que viene exigiendo algún ingrediente con una sonrisa falsa, como si fuese obligación entregárselo sólo por la estéril explicación de vivir al lado. 
Audífonos con un sinfín de melodías. 
Entre tanto je-ne-sais-quoi molesto que produce este medio de transporte es mejor oír rock a todo volumen (Recomiendo "Walk" de Pantera), para perturbar al salsero que tienes al lado, al reguetonero que está sentado a tres puestos a la izquierda; clichés de esta sociedad absurda que llamaré "pueblo mesmo". 
Todos colocados allí a propósito para que el maldito de Murphy se burle de tu tragicomedia teatral de este paseo desgraciado en el famoso Metro de Caracas.
Aquí puedes ver de todo, desde la niña embarazada, el viejo escarbándose la nariz y agarrando (por supuesto que con la misma mano) el tubo que tú también estás agarrando, hasta que se abren las puertas y alguna mujer de antaño grita "¡Muévete mija!" en vez de pedir "permiso". 
Me gustaría saber en qué punto se perdieron los modales.
Suena "Estación Plaza Venezuela" con la voz fingida que tanto conocemos. 
Ya casi me tengo que bajar, quería saber qué tan malo era escribir entre empujones y malas palabras.
Tarde. 
Desaliñada.
Sin esperanza.
A veces odio Caracas.

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