La besé mientras acariciaba su tristeza y bajaba por el camino de su
espalda hacia mi felicidad.
El fuego del
encendedor prendió la ansiedad, alumbró mis recuerdos, calmó la ruptura,
aceleró nuestra sangre.
En un instante
estábamos las dos esa noche cabalgando al infinito, con tensa calma. Subsumidas en
nuestro secreto pecaminoso, riendo de las desgracias que yacen fuera, en la
ciudad de la furia.
Aspiré segura
de que me estaba envenenando otra vez. Y tanto que me lo criticó ella,
haciéndome jurar mentiras envueltas en un "ya no lo haré más".
Estábamos
enamoradas aunque nos dijeran “maricas”,
“pecadoras”, “prostitutas” y demás clichés.
-Así se debió sentir la Inquisición- dijo ella burlándose.
A mi me parecía normal. La gente se me queda viendo como si fuese un fenómeno putrefacto, quizás por mi sexualidad marcada por un cabello corto negro, piercings en todas partes de mi cuerpo menudo y pobre, sin feminidad alguna que dejara constancia de mi rol en la sociedad.
-Así se debió sentir la Inquisición- dijo ella burlándose.
A mi me parecía normal. La gente se me queda viendo como si fuese un fenómeno putrefacto, quizás por mi sexualidad marcada por un cabello corto negro, piercings en todas partes de mi cuerpo menudo y pobre, sin feminidad alguna que dejara constancia de mi rol en la sociedad.
Entonces volví a
aspirar, perdidamente enamorada del olor, de mis dedos amarillentos, y de ella. Ya al final de mi vicio matutino, entré al Metro, como siempre, tomada de la mano de mi ella, cuando sentí mi último respiro patrocinado por el golpe fulminante de su él.
Cayó así mi cigarro a la eternidad del suelo, esfumando mi ilusión rebelde y pensé: "Se me fue la vida en un Marlboro Light".
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